jueves, 4 de enero de 2018

Crónicas desde mi luna 2


Ayer en mi cumpleaños no quise ser aguafiestas, sólo lo fui tantito..., y hoy en mi cruda, no quise ser aguacrudas, pero tuve la crudeza de serlo.

Ayer, al parecer, el hijo adolescente de mi vecina, aprovechando la ausencia de su madre, se festejó o festejó el cumpleaños (o no cumpleaños) suyo o de alguno de sus amigos.

Poco después de que llegué a casa, ya tenían su alboroto. Intenté salir a pedirles que bajaran el volumen, pero al escuchar esa melodía que casi se parece a La Guadalupana que entonan los peregrinos en su dolorosa marcha rumbo a la Villa, me refiero a Las mañanitas (que, por cierto, nunca me ha gustado y no sé por qué), me contuve...

Yo inauguré mis festejos desde las 6 am, y salí de casa con rumbo a mis encuentros del día; a las 11:59 pm clausuré, poco después de regresar al nido, con gusto de irme a la cama... pero el punchis punchis que hacía vibrar las paredes y ventanas del edificio me impedía descansar.

No quise aguarle la fiesta al imberbe cumpleañero, cada quien festeja como puede y le da la gana hacerlo. Él necesitaba que el mundo a su alrededor se enterara de su día. Yo sólo salí a enterarme del mundo de alrededor para captarme en él y favorecer lo nuevo que viene...

Le aguanté su música de imperceptibles melodía y letra, monótonamente rítmica (y martirizante para mí por el problema de discernimiento auditivo que tengo cuando los decibeles rebasan ciertos límites) hasta las tres y media de la mañana.

A las 3.31 le llamé por teléfono, le pedí que bajara el volumen de la música, al menos para evitar que las paredes y ventanas del edificio vibraran.

Se disculpó. Le bajó casi hasta apagarla. Peguntó por WhatsApp (no sé si por atención o como parte de un desplante del adolescente hacia el adulto) si así estaba bien. "Sí", fue mi respuesta.

No hubo más... sólo el insomnio que ya se había adueñado de todo el continente de mi cama: el libro que brincó al suelo, la pluma que se suicidó saltado al vacío después de perder la compañía del libro, las hojas de textos que se volvieron acordeón y después baraja dispersa en el piso, los lentes (irrompibles, aún, afortunadamente), las cobijas acaloradas, y yo, como barril suelto en nave a la deriva...

Parte de la palomilla de adolescentes salió y emprendió la huída en los autos de papi. El resto, después de las 6 am, cuando el sol comenzó a alumbrar las calles de la ciudad abandonó el edificio. Entonces pude dormir dos horas corridas.

Me sentí una aguafiestas, pero les permití festejar casi hasta las cuatro de la mañana.

Después de la jornada de este día, vuelvo a casa, intento recuperar el sueño perdido y, de nuevo, el punchis punchis del imberbe de al lado hizo vibrar las ventanas, las paredes, la pecera (casi a punto de un maremoto) y mi paciencia...
No le hablé por teléfono, fui a tocar a su puerta.

Abrió un espantapájaros, o no sé si era el chico manos de tijeras de Tim Burton, con la cabellera revuelta, los ojos perdidos en unas profundas ojeras y una botella de cerveza oscura en la mano.

Me dijo, como autómata, antes de escucharme: "Sí, sí..., ya le bajo...". Cerró su puerta. Apagó el volumen. Regresé a mi hogar. Volvió el silencio. Los peces quietos.

Me sentí una aguacrudas, pero creo que los dos, el espantapájaros y yo, hoy vamos a dormir profundamente después de lo bailado, cada quien a su ritmo, en nuestros respectivos 29 de diciembre.

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