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sábado, 16 de mayo de 2015

sábado, 22 de marzo de 2014

Acto de amor: la memoria compartida en _Una vaca tengo_, de Jesús Bartolo



Jesús Bartolo. Una vaca tengo. Ayuntamiento de Tecámac / Los 400, México, 2013, ilustración de portada: Ángel Carlos Sánchez, ilustraciones de interiores: Saúl Ordóñez, 60 pp.




cuando el olvido nos acorrala, los poetas nos invitan a reimaginar la infancia perdida. Nos enseñan “las audacias de la memoria”.

Gaston Bachelard


Ganador del Premio Nacional de Poesía Mérida 2012, y publicado al año siguiente en coedición entre el Ayuntamiento de Tecámac y Los 400, Una vaca tengo, de Jesús Bartolo, es un poemario que, en extensión, se mira pequeño, como un colibrí, un libro-colibrí tan visible y curioso como el ave que revolotea frente quien lo mira antes de sostener su vuelo sobre la flor de la que sorberá la miel. Por su contenido, es un libro profundo —como el abismo de un pozo al que nos asomamos cuando somos niños— y, a la vez, sublime —como el olor del pan recién preparado que se escapa de los hornos en la provincia donde alguna vez hemos estado.
Profundidad y sublimación dan consistencia a la propuesta poética de esta vaca que Jesús Barolo tiene; la vaca que ha estado ahí desde antes de ser escrita (descrita), creciendo como un recuerdo incontenible a espaldas del autor, en espera de ser percibida por éste para sensibilizarlo y alentarlo a dejar inscrita esa vaca en la memoria colectiva.
Este libro-colibrí nos ofrece, en su vuelo, dos poemas escritos en verso libre: el que da título al libro, “Una vaca tengo”, y “El hábito de irse”. En tanto que el primero se conforma por 22 estrofas distribuidas en tres secciones; el segundo se desarrolla sólo en cuatro estrofas. En apariencia se trata de dos textos diferentes que seguramente fueron ideados con distintos motivos; no obstante, como cada poema escrito por un mismo autor es, de alguna manera, la continuidad de una sola intención poética, no es difícil hallar comunión (o complicidad) entre ambos.
En tanto que en “Una vaca tengo” la idea se desarrolla a partir de la evocación de la infancia, “El hábito de irse” expresa la necesidad de segmentar el tiempo reversible (el que va del presente al pasado y luego en sentido inverso) para hurgar en el “malogrado interior”,[1] con mirada “ajena de ojos ajenos”, y poder separar el olvido del recuerdo: dejando junto a aquél los odios, la rabia, la amargura del hombre (“bilis de Dios”), para que éste torne “de su cólera / encolerizada a la violencia de su vida”; y, junto al recuerdo, permanezca la duración del abrazo amado, el beso que arranca de la muerte, a fin de ser mejores personas en “ese intervalo en el que uno decide ser”.
La continuidad (o complicidad) de ambos poemas en este libro pareciera asegurarnos que la memoria compartida o el acto de recordar y compartir esas evocaciones se convierte en un acto de amor. De ahí que, en su conjunto, el libro se abra ante nosotros como un arcón que contiene (sin tenerlas todas escritas) las historias de nuestro pasado aún latente, así como de nuestro tiempo actual y de lo que seremos en el futuro.
Una vaca tengo es un baúl heredado de la abuela y construido de remembranzas que nos hacen revivir lo que no se puede olvidar; baúl del que el autor saca sus recuerdos para compartirlos mediante un fino entramado de palabras que trascienden, igual que el efecto del eco, en las añoranzas personales del lector-espectador y, a su vez, recreador de su propia historia.
Son recuerdos que, como “Viaje a la semilla”tienen un trayecto en sentido inverso cuyo recorrido va de la estadía del polvo a la reconstrucción del hombre en cuerpo, y de cuerpo en ser vivo que, del envejecimiento y sus deterioros, se yergue en lozana juventud y, de ésta, se vuelca en la sorpresa de la infancia hasta hacerla gatear, y así sucesivamente hasta pasar por el primer llanto, después de haber nacido, y retornar al útero, al embrión, a la fecundación del óvulo y, enseguida, al estallido de la disgregación de las partículas: al caos del cosmos antes de ser algo; recuerdos que hacen renacer del polvo al hombre (de la nada al ser), porque, como lo dice Jesús Bartolo en su poemario:

el hombre es la misma historia:
la búsqueda del hombre; la misma costumbre:
la costumbre de regresar,
de volver por la línea más tenue a la opacidad del conjunto,
al color y la suficiencia
para hacer del bosquejo la pintura.
Retornar le precipita del precipicio
a la tolvanera que es venir desde ahí
al polvo que es uno.

Este arcón se abre con el hexasílabo “Una vaca tengo”, a partir del cual el abanico de posibilidades para el lector se abre en evocaciones y planteamientos. Evocaciones como el campo abierto a olores, colores y sonidos que lo caracterizan, su pasto, su humedad, sus árboles…; en mi lectura, imagino el color de la vaca que pienso (mi vaca es apacible, pasta con serenidad, rumia y quizá muge); ante ello, de inmediato, me pregunto: ¿por qué tengo una vaca?, ¿qué hago con ella?, ¿qué hace una vaca en mi imaginación tan pronto la nombra el poeta?
Hallo respuestas en los versos donde Jesús Bartolo dice que la vaca ya “estaba ahí / desde antes de empezar a escribir, / de recordar que tenía una vaca”, la cual:

Pasta en mis días futuros y pasados,
pasta simplemente, va de lo anterior a lo posterior,
de mugir a la serenidad solemne
          de echarse a mascar sobre su barriga.
De rumiar interminable
          hasta que a las tres de la tarde
revienta como un pez de muchos días.

Esta vaca, que existe desde antes de ser nombrada, ha estado ahí, en el mismo sitio, aguardando, paciente mientras rumia, hinchándose día a día hasta reventar a la misma hora de cada tarde. Es legendaria por su poder de asociación con lo primigenio y la creación (y recreación) del cosmos; se halla en la Tierra desde que ésta existe y acompaña al hombre desde que éste tiene uso de memoria. Esta vaca es fecunda y cíclica: pasta de la Tierra a la que nutre después de haber rumiado.
Es una vaca sagrada como la del antiguo Egipto, donde se asociaba con la idea de calor vital.[2] Es sagrada como la de la doctrina hindú, que relaciona a este rumiante con la creación del mundo y el sustento de éste, al simbolizar su leche el polvo de las galaxias.[3] No olvidemos que el hinduismo mira en ella el lado femenino de Brahma, dios creador del universo y miembro de la triada conformada por Brahma (dios de evolución y desarrollo), Visnú (dios preservador) y Shivá (dios destructor).[4]
Esta vaca del libro de Jesús Bartolo es más que una res que pasta en el campo y mastica por segunda vez, devolviendo a la boca el alimento que ya estuvo en su estómago, igual que se rumian los pensamientos, las reflexiones y los recuerdos.
Es una vaca que, siendo lechera o no, “no es una vaca cualquiera”; es la mascota que regresa desde un pasado sin fecha para guiar al hombre por el laberinto de sus recuerdos. Mascota que orienta al poeta por el sendero de la escritura, como la de Juan Ramón Jiménez: Platero, el burro “pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría [es] todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son tan duros cual dos escarabajos de cristal negro”;[5] el Platero que está “solo en el pasado. Pero ¿qué más te da el pasado a ti [, Platero], que vives en lo eterno, que, como yo aquí, tienes en tu mano, grana como el corazón de Dios perenne, el sol de cada aurora?[6]
Esta vaca bartoliana “tiene un lucero en la frente, / un lucero amplio como el suspiro del abuelo”, un cuerno caído, las orejas garranchadas, la mirada “como de santo de iglesia”, que “mira a ninguna parte, / entre el atrás y el ahora” (“porque ahí nada duele”), “hace como que respira y respira, / se espanta los tábanos sin medida de tiempo, / mueve de vez en cuando la cabeza para comprobar: / —Sigo aquí y soy tu vaca”, tiene cuatro manchas café, como el cálido color de la Madre Tierra (color que representa, por un lado, el vigor, la fuerza, la solidaridad, la confianza y la adaptación, y, por otro, la melancolía, la antigüedad, la ausencia de pasión, lo que se marchita o se extingue, como el otoño[7]), son manchas cuyo color “recuerda: / el olor del pan de las tres”, que, nos dice el poeta:

[…] es distinto al de las cinco de la tarde.
El olor caliente del pan de las tres se dispara en todas direcciones
         como pájaro espantado por la piedra de la resortera.
El de las cinco, en cambio, es sereno,
detenta la madurez de la manteca reposada,
la ventaja del viento que fija el sabor de las teleras.

Es una vaca “gorda como las señoras / que venden pescado en la plaza, / como las nubes de agosto todo el año”; esta vaca sabe que el nombre de Chimpe y el tambor de Cortés espantan —Chimpe, el que “caminaba por las calles como buscando / nunca supimos qué” y que al sonreír “con esa sonrisa sin dientes”, igual que la vaca, le trae desgracia al poeta; Cortés: el que “cambia de una mano a otra su machete de madera, / madera que encontrará su halago en el cuerpo de quien reta / mientras bailan al tan tan, tan tan del sarape, al tan tan del trago”.
Es una vaca que “va más allá de su mugido”, representa el recuerdo que se rumia mientras el escritor piensa en su vaca y ésta piensa en el escritor que la piensa; es la vaca que se escribe y describe a sí misma a través del autor que rumia su escritura, concatenando un recuerdo tras otro, y, de paso, nos lleva a los lectores-espectadores de la pradera tropical al inefable espacio de la infancia tan profunda como el abismo del pozo.[8]
La vaca que ha estado ahí, reventando como pez de muchos días cada tarde, no es mortal; no desfallece o sucumbe por indolencia ni, por lo mismo, le explotan las vísceras por descomposición fisiológica; al contrario, es un ser desmesurado que poco a poco va creciendo, expandiéndose, hasta no caber en sí y estallar en el tiempo, cuando éste se detiene a la hora justa (como lo es el instante en que mejor huele el pan caliente) para hacer inacabable su cosmos de creatividad (proceso apacible y continuo de formación, preservación y destrucción; triada del ser, permanecer y desaparecer), del que son partícipes, primero, el poeta y, en seguida, el lector-espectador.
Esta expansión creativa de la vaca sin tiempo es un trayecto de regreso del hombre maduro a su etapa primigenia, donde todo detalle se descubre inmenso bajo la mirada sorprendida que parece ver todo por primera vez: la mira del niño que mira desde los ojos de la vaca, desde donde, a su vez, miran la vaca y el autor maduro de los versos que hablan sobre la vaca.[9]
Esta etapa es la del regreso a la infancia, que no es un acto contemplativo sino creativo, pues se basa en la reinvención (desde el presente) de la infancia (el pasado) a través de la palabra, para rescatarnos (en el futuro) del olvido.
Al referirse al retorno de la infancia como un hecho fenomenológico de la imaginación poética, Gaston Bachelard señala que “la memoria es un campo de ruinas psicológicas, un revoltijo de recuerdos”,[10] por lo que “toda nuestra infancia debe ser imaginada de nuevo. Al reimaginarla tenderemos la suerte de volver a encontrarla en la propia vida de nuestras ensoñaciones de niño solitario”.[11]
Sin embargo, este encuentro con la infancia no consiste sólo en traer a la mente el recuerdo histórico real, sino en transmutarlo a partir de la imaginación; se trata de un proceso de recuperación, meditación y recreación, de ahí que la infancia meditada sea “más que la suma de nuestros recuerdos”.[12]
El conjunto de memoria e imaginación (arqueología de lo sensible[13]) facilita, por una parte, la empatía entreel poeta de la infancia y su lector, ya que entre ambos hay una infancia que perdura, la que “permanece como una simpatía de apertura a la vida, permitiéndonos comprender y amar a los niñoscomo si fuésemos sus iguales en primera vida”;[14] por otra parte, el pasado revivido por la unión de imaginación y memoria es una construcción poética de la infancia,[15] siendo ésta el pozo del ser,[16] hacia el cual dirige su mirada el autor, del cual abreva el poeta para mantener vivos no sólo su historia legendaria[17] (no olvidemos que “la infancia del hombre plantea el problema de su vida entera”[18]), sino también su destino: el de la escritura misma,[19] donde “los recuerdos de infancia se distienden, respiran”[20] y, en recompensa, dan paz al escritor.
Por tanto, la construcción poética de este retorno a la infancia nos ofrece, en palabras de Gaston Bachelard:

Una infancia que no deja de crecer; de ahí proviene el dinamismo que anima las ensoñaciones de un poeta cuando nos hace vivir una infancia y nos sugiere que revivamos la nuestra.
Según el poeta, parecería que cuando profundizamos en nuestra ensoñación hacia la infancia, arraigamos más profundamente el árbol de nuestro destino.[21]

De esta forma, pasado, presente y futuro se sintetizan y se perpetúan a través de la poética de la infancia, pues, como afirma Franz Hellens:

La infancia no es algo que muere en nosotros y se seca cuando ha cumplido un ciclo. No es un recuerdo. Es el más vivo de los tesoros, y sigue enriqueciéndonos a nuestras espaldas […] Triste de quien no puede recordar su infancia, recuperarla en sí mismo, como a un cuerpo dentro de su propio cuerpo o una sangre nueva dentro de su propia sangre: desde que ella lo ha abandonado está muerto.[22]

En conclusión, esta vaca que tiene Jesús Bartolo, y nos comparte en este libro-colibrí, es la vaca cósmica que nos hace retornar, con el olor del pan caliente,[23] olor fecundo[24] (como el sabor de la magdalena de Marcel Proust, en su novela En busca del tiempo perdido), a la recreación de la infancia, la que nos pertenece a todos, para volvernos sensibles ante nuestros cambios en el tiempo y conscientes de lo que buscamos, sin perdernos en la sonrisa sin dientes de Chimpe ni en la violencia que aniquila, como el machete de Cortés.
Así, es mi deseo que este libro, diminuto como colibrí y expansivo como el cosmos, vuele, desde el imaginario del autor, después de haber libado en la flor de la memoria individual, y se aleje de él, en ese “hábito de irse,” para anidar en la memoria colectiva, en el espacio de recreación del lector.
“Hábito de irse” se titula el segundo poema incluido en este libro de Jesús Bartolo, y ese hábito trae a mi memoria los versos de Roberto Juarroz, que dicen:

Aunque el amor se vaya,
el hábito de amar se alarga siempre.
Por eso no es extraño
que si el amor retorna
sus gestos se entremezclen
con los gestos anteriores.
Y aparezcan amores
que vagan por el mundo
con gestos duplicados,
amores que parecen dos amores.[25]

Mi deseo es, entonces, que así como el hábito de amar duplica amores…, de igual forma, el hábito de recordar nos permita duplicar, con la lectura de este libro, la mirada de niños que observan desde los ojos de una vaca que, a su vez, mira desde la nostalgia de un autor, y que esa multiplicación sensible nos impida —con la vaca cósmica o el olor del pan caliente— ahogarnos en la desmemoria del olvido, donde perece la bilis divina de la cotidianidad violenta. Que perduremos, en el acto compartido del recuerdo, en el instante inacabable del abrazo amado y en el del beso que nos distancia de la muerte.







[1] Las citas son del libro de Jesús Bartolo. Una vaca tengo. Ayuntamiento de Tecámac / Los 400, México, 2013, ilustrado con acuarelas de Ángel Carlos Sánchez y Saúl Ordóñez, 60 pp.
[2] Juan-Eduardo Cirlot. Diccionario de símbolos. 6ª ed., Editorial Labor, S. A., Serie Nueva Colección Labor, España, 1985, p. 455.
[3] Ibídem.
[4] http://goo.gl/JlCFBR [consultado el 23 de febrero de 2014].
[5] Juan Ramón Jiménez. Platero y yo. Editorial Diana, S. A., México, 1947, p. 7.
[6] Ibíd, p. 114.
[7] http://goo.gl/oFW5Jc [consultado el 23 de febrero de 2014].
[8] “¡El pozo!... Platero, ¡qué palabra tan honda, tan verdinegra, tan fresca, tan sonora! Parece que es la palabra la que taladra, girando, la tierra oscura, hasta llegar al agua fría. […(…] Se escapa por el pozo el alma a lo hondo. Se ve por él como el otro lado del crepúsculo. Y parece que va a salir de su boca el gigante de la noche, dueño de todos los secretos del mundo. ¡Oh laberinto quieto y mágico, parque umbrío y fragante, magnético salón encantado!).
”—Platero, si algún día me echo a este pozo, no será por matarme, créelo, sino por coger más pronto las estrellas…” (Juan Ramón Jiménez. Op. cit. pp. 47-48).
[9] Sobre la mirada sorprendida, la mirada primigenia, la que se maravilla con lo que ve, Bachelard señala que “para volver a encontrar el lenguaje de las fábulas hay que participar del existencialismo de lo fabuloso, volverse en cuerpo y alma un ser admirativo, reemplazar ante el mundo percepción por admiración” (Gaston Bachelard. La poética de la ensoñación. FCE, Breviarios, núm. 330, Colombia, 1998, p. 181); lo anterior, en razón de que “la infancia, suma de las insignificancias del ser humano, tiene una significación fenomenológica propia, una significación fenomenológica pura, puesto que está bajo el signo de la maravilla. Gracias al poeta, nos hemos convertido en el puro y simple sujeto del verbo maravillarse” (Gaston Bachelard. Op. cit., pp. 193-194).
[10] Gaston Bachelard. Op. cit., p. 151.
[11] Ibídem.
[12] Ibíd, p. 193.
[13] Ibíd, p. 166.
[14] Ibíd, p. 153.
[15] “Para poder construir la poética de una infancia evocada en una ensoñación, hay que darle a los recuerdos su atmósfera de imagen” (Gaston Bachelard. Op. cit., p. 158).
[16] Gaston Bachelard. Op. cit., p. 173.
Sobre el pozo del ser y la empatía entre autor y lector, Bachelard señala que “debe haber una gran tensión de infancia en reserva en el fondo de nuestro ser para que la imagen de un poeta nos haga revivir repentinamente nuestros recuerdos y reimaginar nuestras imágenes, a partir de palabras bien reunidas. Ya que la imagen de un poeta es una imagen hablada, no una imagen vista por nuestros ojos. Un rasgo de la imagen hablada basta para que leamos el poema como el eco de un pasado desaparecido” (p. 175).
[17] Aunque, “toda infancia es legendaria en el fondo de la memoria” (Gaston Bachelard. Op. cit., p. 206, nota al pie 42).
[18] Gaston Bachelard. Op. cit., p. 208.
[19] Gaston Bachelard indica que, “al escribir sobre los recuerdos de infancia, el poeta nos habla de la importancia vital de la obligación de escribir” (op. cit., p. 205); también afirma que en cada hombre existe “un destino de la ensoñación, destino que nos precede en nuestros sueños y que se corporiza en nuestras ensoñaciones” (p. 208).
[20] Gaston Bachelard. Op. cit., pp. 205-206.
[21] Ibíd, pp. 207-208.
[22] Citado por Gaston Bachelard. Op. cit., p. 206.
[23] Sobre los olores vinculados al retorno de la infancia, vienen bien estas palabras de Gaston Bachelard: “quien quiera penetrar en la zona de la infancia indeterminada, en la infancia a la vez sin nombres propios y sin historia, será sin duda ayudado por la vuelta de los grandes recuerdos vagos, como son los recuerdos de los olores de otros tiempos. Los olores, primer testimonio de nuestra fusión con el mundo” (op. cit., p. 209). “El olor en su primera expansión es así una raíz del mundo, una verdadera infancia. El olor nos entrega los universos de infancia en expansión” (p. 212). “Unida a sus recuerdos de olor, una infancia huele bien” (p. 215). “Cada olor de infancia es una veladora en la cámara de los recuerdos” (p. 216). “Cuando, al leer a los poetas, se descubre que toda una infancia está evocada por el recuerdo de un perfume aislado, se comprende que el olor de la infancia es, en la vida, si se puede decir así, un detalle inmenso. Esa nada agregada al todo modifica el ser mismo del soñador. Esa nada le hace vivir la ensoñación engrandecedora: leemos con toda nuestra simpatía al poeta que ofrece este engrandecimiento de infancia en germen en una imagen” (pp. 216-217).
[24] Recuérdese que “los panes son símbolo de fecundidad y de perpetuación, siendo ésta la causa por la que a veces presentan formas relacionadas con lo sexual” (Juan-Eduardo Cirlot. Op. cit., p. 354).
[25] Roberto Juarroz. Antología esencial, en http://goo.gl/XD8pC3.

domingo, 14 de febrero de 2010

La pajarería del Twitter

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Sobre el Twitter (tuiter, TW) puede hallarse información general en internet, desde definiciones hasta explicaciones de su utilidad, trucos, lenguaje…; mi concepto, como aprendiz de esta herramienta de intercambio de ideas, es el siguiente: el TW es una polifonía de cenzontle en jaula con alas; es un trinar permanente de mil (y serán millones) de voces que hablan lo que piensan o piensan lo que otros hablan (al retwittear, al repetir, como eco, lo que otros tuiteros teclean en sus espacios).
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Si bien el objetivo principal del TW es responder a la casi siempre intrascendente pregunta “¿Qué es lo que estás (estoy) haciendo ahora?” en textos breves (con lo cual mucho infame poco creativo pone estupidez y media); también permite la comunicación inmediata, tipo messenger (con la diferencia de que el diálogo se hace público y no privado).
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El tuiter es muy útil para el periodismo, su brevedad permite notificar con la eficacia de las cabezas y balazos de las publicaciones periódicas (con la ventaja de ofrecer ligas hacia notas, editoriales, reportajes, caricaturas, fotos… referidos).
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En este sentido, también se vuelve útil para publicistas que desean promover sus productos (de los cuales siempre son bienvenidos los que se relacionan con novedades culturales), en este caso anuncian mediante pequeños textos, algunos muy certeros (cf.
FCE o Descarga Cultura).
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Algunos tuiteros han aprovechado, sabiamente, esta herramienta como provocación literaria, insertando, en lugar de respuestas a la pregunta estúpida objeto del TW, microrrelatos y micropoemas, pues sólo se tiene capacidad para 140 caracteres. Al respecto, vale la pena leer el artículo
La literatura en Twitter del blog Literatura electrónica.
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Algunos pajarracos parlanchines de talento trinan en estos sitios:
http://twitter.com/microcuentos
http://twitter.com/RicardoSoca
http://twitter.com/lopezbeltran
http://twitter.com/lajornadaonline
http://twitter.com/revistaproceso
http://twitter.com/azotecarranza (éste sólo cuando a su creador le revienta algo).
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El Twitter, pues, se presta no sólo para leer de inmediato cabezales o novedades de periódicos, publicistas o sitios culturales y, en su caso, para ir a la página donde se encuentra la información completa (reportajes, por ejemplo), sino también para crear literatura y un breve diálogo entre el escritor de cada tuiter y su lector.
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Se prestaría, incluso, para armar cadáveres exquisitos, si se piensa en grupo (aunque, como bien dice el escritor peruano Óscar Limache “me daría por satisfecho si alguien ya pensara en solitario...”).
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Para leer en TW, sin embargo, se necesita, a veces, paciencia (paz y ciencia), porque no falta que el nido de cada tuitero se vuelva un enajenante trinar de pajarracos, pues, además de lo que cada uno escribe en su espacio, se agregan los textos de los twitters que se siguen (incluyendo algunos diálogos de los dueños del twitter ajenos con sus seguidores y los retwitter que hacen); se vuelve aquello ―en tanto no se administra la dosis de a quién seguir y a quién no― un griterío de aves hambrientas por ser escuchadas…
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En fin, ahí queda mi sentir sobre este trinar colectivo.
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sábado, 20 de septiembre de 2008

Interpretación oral de la palabra escrita

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Al tener su origen en la transmisión oral, parecería que la literatura hubiese perdido su oralidad con la escritura, pero no es así. La transmisión de generación en generación de textos orales, así como la escritura tienen el mismo fin: evitar que la palabra, hablada o escrita, se pierda.
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Con el invento de la grafía y el establecimiento de sus convenciones, la palabra pudo palparse y verse, mas nunca perdió sonoridad. Los textos quedaron escritos con sonidos y silencios. Aprovechándose de ello, muchos autores han escrito sus obras para que éstas sean leídas en voz alta. Poemas, obras dramáticas, algunos cuentos y novelas tienen esta posibilidad.

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En este contexto, creer que todo aquel que puede hablar y ver o palpar palabras es capaz de leer en voz alta un texto escrito resulta erróneo. No toda lectura de este tipo tiene calidad para ser escuchada y entendida por el espectador, ni aun poniendo éste toda su atención de por medio.
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En cuestión de lectura en voz alta debe tomarse en cuenta que se trata de “una estrategia válida [...] siempre y cuando no se reduzca a una mera oralización del texto. Si al lector sólo se le pide que sonorice los signos gráficos que tiene ante sus ojos, [tendremos] una simple y muy discutible actividad de oralización, pero nunca podremos hablar de ‘comunicación basada en la lectura’ ni de verdadera ‘lectura expresiva’”.
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Hablar de lectura en voz alta, es hablar de interpretación y no todo lector es un intérprete, lamentablemente tampoco todo escritor resulta ser buen intérprete incluso de sus propios textos, por más lecturas que haga de sus obras en las respectivas presentaciones.
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Al leer en voz alta, hay que transmitir la intención emocional del texto modulando el timbre, el volumen, la entonación; cada texto precisa de tonos e inflexiones determinadas para comunicar ironía, sorpresa, velocidad, monotonía, espanto o cualquier otra intención del texto escrito.
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Rodolfo Castro afirma que “más que descifrar signos para que otros escuchen, esta lectura supone entregarse al texto, creer en él, cargarlo con nuestra esencia [...;] no se lee en voz alta para ser escuchado, [sino] para que los que escuchan vean el sonido, se arropen en él, lo habiten [..., por lo tanto] el desafío del lector en voz alta es el de transformar esos signos inertes en volúmenes tangibles que respiren, se muevan con libertad y [...] toquen al que escucha, lo conmuevan de tal manera que su sensación sea como la de estar viendo el sonido”.
[2]
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En otras palabras, “leer en voz alta es hacer que nuestro interior resuene. Es poner en juego los propios sentimientos y ponerse en sintonía emotiva con el texto y con los demás participantes de esa lectura [... la cual es] un acto de voluntad [... que] requiere de nuestra complicidad para que aceptemos que lo que se está leyendo sí está ocurriendo”.
[3]
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Complicidad, calidad interpretativa (incluso en la adaptación de textos) y capacidad para conmover, haciéndome ver el sonido de los textos, he tenido la fortuna de encontrar en contados intérpretes, algunos en viva voz otros en discos grabados.
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Respecto a las grabaciones, atesoro discos con loables interpretaciones de textos, como el segundo volumen del Homenaje a Federico García Lorca, bajo el sello Orfeón, con las voces de Rafael Acevedo y Ofelia Guilmáin, y Sor Juana hoy, de Warner Music México, en el que Ofelia Medina lee y canta textos de Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana.
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Este año agrego a mi tesoro dos álbumes con lectura acompañada de música e interpretación cantada de textos (adaptados para este fin): uno de ellos se titula Dile a la Luna que venga y el otro, Paracaídas que no abre.
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En Dile a la Luna que venga, Ricardo Brust (actor, locutor y doblador de voz para cine y televisión, a quien se le escucha en los anuncios de Pepsi) nos regala, en la producción hecha por él, sus interpretaciones, editadas con música, de textos de León Felipe, Eliseo Diego, Federico García Lorca, Octavio Paz, Zapato, Ricardo Bernal y de su autoría.
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El audio del disco compacto, así como la portada y contraportada, pueden descargarse de manera gratuita desde la página de Luna X Radio Interna.
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Paracaídas que no abre está basado en la prosa poética del mexicano
Alejando Páez Varela; en el álbum participan distintos intérpretes, cada uno con su peculiar estilo: Laura de Ita, Patricia Llaca, Jaime López, Vanessa Bauche, Dolores Tapia, Abel Membrillo, Ari Brickman, Martha Claudia Moreno, Carmina Narro, Álvaro Guerrero, Juan Cristóbal Pérez Grobet, Gerardo Pozos, José Luis Domínguez, Renata Wimer, Nuridia Briceño, el grupo Polka Madre y el autor de los textos.
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La realización de Paracaídas que no abre incluye: el libro de Páez Varela, editado por Almadía y de venta en librerías mexicanas, la publicación de algunos textos del libro en el sitio homónimo
http://paracaidasquenoabre.com/, los videos de la grabación del disco y el disco, incluido en el libro en venta, aunque el audio puede descargarse, de manera gratuita, en el sitio web.
En dicho álbum está registrada la interpretación de catorce textos (uno de pilón).
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El audio del Paracaidas me recuerda el concepto del disco Urbe probeta, en el que escritores mexicanos experimentan la fusión de sus textos con música electrónica. Sin embargo, en Urbe probeta se perciben altas y bajas en la elección del material, en tanto que en Paracaidas se mantiene uniforme la calidad de la producción artística (a cargo, ésta y la música, de la actriz y cantante Laura de Ita).
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¡Bienvenidas sendas producciones discográficas: Dile a la Luna que venga y Paracaidas que no abre!, cuyas interpretaciones orales rescatan y trascienden la palabra escrita.
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[1] Kepa Osoro. "Sugerencias para leer mejor en voz alta", en el sitio web del Proyecto de lectura para centros escolares, PLEC.
[2] Rodolfo Castro. "Habitar el sonido", en el sitio web de la revista Nuevas hojas de lectura.
[3] Ibidem.
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miércoles, 16 de julio de 2008

Conciencia de su muerte: esencia del hombre

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Uno de los conflictos que más atormentan al hombre es el de enfrentar su propia muerte.
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No obstante que carecemos del hábito de pensar en nuestra propia extinción e incluso queremos rebasar el límite de la mortalidad esperando que nuestros actos nos den trascendencia a través de los siglos, como humanos, nos sabemos seres para la muerte y en función de ello vivimos.
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En La epopeya de Gilgamesh, en el ensayo “Reflexión sobre la muerte” de Jaime Torres Bodet y en la novela La muerte de Iván Ilich de León Tolstoi se nos muestran ejemplos, entre muchos otros, de cómo el hombre enfrenta la circunstancia de su finitud a través de la esencia que lo separa de animales y dioses, esencia que no es su muerte, como tal, ni su incapacidad para alcanzar la inmortalidad, sino la conciencia de saberse un ser para la muerte.
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En el Gilgamesh,
[1] a diferencia de los hombres, los dioses son inmortales; para ellos la muerte no existe y, por lo tanto, no tienen conciencia de ésta; por su parte, los animales, aun siendo mortales, carecen de esta conciencia, para ellos la muerte es impensable. Ante lo imposible y lo impensable, el hombre se hace consciente de su límite.
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En los textos mencionados de Bodet y Tolstoi se presenta otra cualidad del ser humano consciente de este hecho: por falta de salud, el hombre que se aproxima a su muerte sufre un distanciamiento del resto de los hombres enajenados del proceso degenerativo de su condición física.
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En su ensayo, Torres Bodet afirma que vivir es un acto de egoísmo como también lo es el temor de morir porque quien comienza a aproximarse al final de sus días se queda solo ante su propia angustia, contemplando el “espectáculo de esa solidaridad admirable que representa, para los vivos, la fe en la vida”,
[2] y agrega:
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“[…] se vive y se muere solo. La diferencia estriba en que, mientras vivimos, hay seres que nos odian y que nos aman. Nos envidian o nos desprecian; pero el que sabe que va a morir está más allá del odio y del amor, de la envidia y hasta del desprecio”.
[3]
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En el caso de La muerte de Iván Ilich, el protagonista se enfrenta a este razonamiento a través de un proceso de degradación física que lo encamina hacia una transformación emocional
[4] hasta que llega a su muerte, como en un acto de liberación, anulando todos sus temores.
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En esta novela resalta aún más el distanciamiento entre los sanos y quien se acerca a su muerte: Iván Ilich, además de saberse inútil ante sí mismo y un estorbo para sus hijos y esposa, debe padecer la indiferencia de sus amigos y, peor aun, de sus familiares, irritándose ante la alegría, la salud y la fuerza de todos ellos, quienes no logran comprender su estado ni su transformación, que le han llevado a comprender
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“[…] que la felicidad es efímera y que mientras se es sano y se vive en la opulencia, la gente te quiere; pero que cuando padeces un terrible mal, lo único que desean los que te rodean es que te mueras para que ellos puedan llevar una existencia normal”.
[5]
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Así, ante la muerte, los seres humanos no sólo nos diferenciamos de los dioses (en caso de considerar su existencia) y de los animales, sino también de nuestros congéneres, transformándonos en individuos incomprendidos al momento de nuestro proceso de extinción.
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Ante la diferencia y el aislamiento, el camino hacia nuestra muerte (por prolongado o breve que sea) termina siendo no sólo, en su caso, un proceso de degradación física, sino también, y sobre todo, el punto medular en que, como unidades, como minúsculos eslabones de una cadena que forma parte del cosmos, hallamos ante nosotros la vida que comenzamos a dejar (o que nos va dejando), la cual continuará con su ciclo.
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Luego entonces, la verdadera razón de vivir tal vez sólo sea ese instante en que se precipitan las horas, los días y los años vividos para entender nuestra existencia de individuos en función de nosotros mismos y de los otros, aceptando que
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“Somos, apenas, gotas de un río inmenso. Si una se pierde, millones y millones se disponen a remplazarla. Nada acaba con el ente que acaba, sino ―a lo sumo― su oscuro estremecimiento. La única ley positiva de la existencia es la de no atar el destino del mundo a la dimensión de lo individual”.
[6]
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Al final, somos un grano de arena en el cosmos, pero con una esencia que se percibe en un único instante (como flashazo en la oscuridad), un único instante en la desmesurada eternidad. Esa esencia es la conciencia de haber sido.
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Habrá que preguntarse ahora ¿qué finalidad tiene esa esencia después de muertos? Claro, sólo en el instante de absoluta soledad, al enfrentar cada uno su propia muerte hallará respuesta. Ante el hallazgo intransferible, tal vez valga la pena cambiar la pregunta y cuestionar: ¿qué finalidad tiene esa esencia (de haber sido y estar siendo) mientras vivimos?
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Título de la obra: Dos mujeres y flores
Autor:
Fernand Léger (1881-1955)

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[1] Véase: “Saberse un ser para la muerte, esencia del hombre en el Gilgamesh”; en el sitio web Mi Rosa de los vientos y su Norte.
[2] Jaime Torres Bodet. “Reflexión sobre la muerte”; en José Luis Martínez. El ensayo mexicano moderno. Fondo de Cultura Económica, Col. Letras Mexicanas, México, p. 47.
[3] Ibidem. p. 46
[4] Entregado a las anodinas convenciones del interés materialista (desierto de amor y mezquino), que lo llevan a vivir como un muerto (por su carencia de vida emocional, intelectual, cultural y social), apunto de morir, Iván Ilich repasa su vida y comienza a tener vida emocional.
[5] Guadalupe Obón L. “Prólogo”; en León Tolstoi. La muerte de Iván Ilich. Editorial Nuevo Talento. México.
[6] Jaime Torres Bodet. Op. cit. p. 47.

viernes, 11 de julio de 2008

Visión del mundo en Las flechas de Apolo: incertidumbre del hombre ante su finitud

“Una novela, dice Ernesto Sabato, no se escribe con la cabeza, se escribe con todo el cuerpo”.[1] En este sentido, muchas de las cosas que expresan los autores en sus obras parecen oscuras ante el primer intento de explicación razonada sobre los porqués de lo escrito, dado que en el proceso de creación literaria interactúan las distintas fuerzas del “yo-inventivo”: fuerzas inconscientes y subconscientes se mezclan con las conscientes, con la voluntad creadora y con las ideas estéticas o filosóficas que el autor posee. Por eso, afirma Sabato, al final la obra es una visión o, mejor aún, una concepción del mundo.
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Testigo de la gestación de esta novela ganadora del
Premio Internacional de Narrativa “Ignacio Manuel Altamirano” otorgado por la Universidad Autónoma del Estado de México, pude ver al autor, Omar Ménez Espinosa, inmerso en prolongadas horas de lectura, redacción e investigación (en documentos del Archivo Histórico Municipal de Toluca y en museos médicos y de armamentos), sin descartar las horas dedicadas al tallereo indispensable para dar fin a Las flechas de Apolo, libro que con su publicación hoy cierra, para este autor, el proceso creativo de la obra (que abarcó poco más de un lustro) e inaugura el proceso recreativo de sus lectores.
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La historia de Las flechas de Apolo se desarrolla en el lapso de un año: desde la noche del 28 de diciembre de 1829 hasta la de los Santos Inocentes de 1830 en San Joseph Tolotzinco, poblado de la Prefectura de Toluca. En este periodo se narran las vicisitudes por las que atraviesa la población de San Joseph al padecer, durante los primeros ocho meses del año 1830, la presencia con rostro pustuloso y tentáculos morbíficos del personaje principal del relato: LA EPIDEMIA DE VIRUELA.
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Así como en la “Rapsodia primera” en la Ilíada de Homero se esparcen las flechas de Apolo infectadas con la peste luego de haber sido invocado este dios por el sacerdote Crises para acabar con los dánaos en venganza de no haber sido aceptado el rescate que ofreció por su hija, prisionera del enemigo, de la misma forma, la epidemia de viruela diezma a la población, propagándose entre los tolotzinqueños.
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En el epígrafe de la novela de Omar Ménez se cita un fragmento de dicho pasaje de la Ilíada, al que también hace referencia el personaje-narrador de la obra: el doctor José María Uruñuela. Dice el epígrafe:
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“Al principio el dios disparaba contra los mulos/ y los ágiles perros;/ mas luego dirigió sus mortíferas saetas a los hombres/ y continuamente ardían muchas piras de cadáveres”.
[2]
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El leit motiv del dios flechador nos recuerda que en la mitología griega y romana Apolo ―uno de los dioses olímpicos, hijo de Zeus y Leto, hermano gemelo de Artemisa― es considerado invariablemente como dios de la luz y el sol; de la música, la poesía y las artes, al regir en ellas la armonía, el orden y la razón; asimismo, es dios del tiro con arco; de la verdad y la profecía, y de la colonización (se dice que Apolo aconsejaba sobre la instauración de colonias; según la tradición griega, ayudó a los cretenses o arcadios a fundar la ciudad de Troya). También es considerado dios de la medicina y la curación, en este último caso, se menciona como el elegido para traer la enfermedad y la plaga mortal, y es capaz de poder curarla.
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La etimología del nombre de este dios es incierta, se relaciona con los significados de “redimir”, “purificar”, “el que siempre dispara”, “unidad” (o, literalmente, “privado de la multitud”), “rebaño”, “asamblea” (por lo que Apolo sería el dios de la vida política) y, por supuesto, se le asocia con el verbo: “destruir”.
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El total de vidas segadas por la viruela en San Joseph Tolotzinco, “según los medios gubernamentales” (p. 193), fue de seiscientas cincuenta a setecientas; en realidad, como lo atestigua el doctor Uruñuela, fue el doble, contando “niños, adultos y ancianos, mujeres y varones” (p. 193). Este fue el precio que pagó la población para librarse, después de ocho meses de incertidumbre, de la epidemia.
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La salvación de los personajes que logran sobrevivir en la novela se consigue gracias a las medidas curativas y preventivas ―tanto médicas, como económicas y políticas en materia de urbanización sanitaria― aportadas por los integrantes de la Junta de Sanidad Municipal de la que forman parte los doctores José María Uruñuela, Miguel Castillo, Joaquín Martínez y Antonio Gallo, así como el fraile Francisco Muñoz y el señor José María González Arratia.
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Luego entonces, las flechas apolíneas lanzadas contra la población tolotzinqueña no sólo permiten a los médicos del relato, principalmente al narrador, cuestionar los principios aprendidos como verdades en la Escuela de Medicina a fin de dar con el tratamiento eficaz para la curación de enfermos virolentos; las flechas también dan pie al inicio de urbanización y repoblación del municipio para que éste deje de ser “un triste villorrio habitado por tristes muertos… tristes muertos vivientes”. (p. 13)
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Dios de la verdad y la profecía, de la colonización, de la medicina y de la curación, Apolo se presenta simbólicamente en San Joseph Tolotzinco disparando sus flechas para destruir o diezmar a la población, para poner en tela de juicio las verdades científicas y metafísicas, para exponer al hombre ante sí mismo en su condición finita y redimirlo ante la aceptación de su verdad individual: el egoísmo de saberse vivo, empeñado en la lucha por continuar respirando el mayor tiempo posible, pues, cito un pasaje de la novela:
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“el deseo de inmortalidad es instintivo, nace en la médula de los huesos, circula con la sangre y baña todas las fibras, tejidos y vísceras del organismo, forma parte de la naturaleza corpórea y obsesiona a los animales y a los hombres […] el raciocino nos hace entender que al final, la muerte, triunfadora, nos envolverá con su frío sudario y aún así, rogamos por que se nos concedan unas pocas bocanadas más de aire, aunque sean breves; suplicamos por unos instantes más de vida consciente”. (p. 202)
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Retomo las palabras de Ernesto Sabato cuando afirma que: “aunque el ser humano vive en su tiempo y es necesariamente un ser social e histórico, también subsiste en él el hecho biológico de su mortalidad y el problema metafísico de la conciencia de esa mortalidad, su deseo de absoluto y de eternidad”,
[3] por eso, señala el autor de El túnel: “La novela [como género literario] intenta explorar y encontrar un sentido en la existencia del hombre […], intenta dar la totalidad [de éste]”,[4] y ese sentido, esa totalidad no es otra cosa que el encarnizado examen de la condición humana.
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En la epopeya
[5] contemporánea de Las flechas de Apolo se transforman en ficción las biografías de personajes reales quienes, al lado de los personajes ficticios, se enfrentan contra la epidemia, develando en sus actos la inevitable condición humana ante la incertidumbre de la finitud.
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En esta lucha por la sobrevivencia, no importa si se es pobre o rico; médico, brujo sacerdote o profano; hombre, mujer, niño o anciano; loco, cuerdo o paranoico; español, criollo, mestizo o indígena…, cualquiera busca la curación del cuerpo o, en caso extremo, la salvación del alma.
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Ninguno escapa a esta condición humana: ni don José Hermógenes quien, no obstante haber permanecido en cuarentena voluntaria en la azotea de su casa, tropieza al salir de su refugio y muerte; ni doña Hipólita, la vieja recolectora de perros callejeros encomendada a la protección de San Roque; ni el doctor Castillo, refugiado en el suicidio; ni siquiera el propio narrador, el doctor Uruñuela, a través de cuya voz y conciencia el lector no sólo se entera de los avances y límites sobre los conocimientos médicos de la época, así como de los acontecimientos históricos no tan remotos (como la lucha de Independencia y la participación de masones escoceses y yorkinos en las reformas políticas), además de los contextos tecnológicos y socioeconómicos que condicionan las actitudes de los personajes. A través de esta voz narrativa el lector también establece empatía con el médico, con la inevitable incertidumbre de éste y con su oculto egoísmo, reprimido en un sentimiento de culpabilidad.
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Así, Omar Ménez Espinosa examina, a través de sus personajes, la condición humana ante esta lucha contra la mortalidad y para ello se sirve de distintas técnicas narrativas como: la crónica (que parte de acontecimientos reales y se mezcla con los ficticios), el diario personal, el uso de planos alternos para relatar acontecimientos desarrollados en distintos espacios y tiempos, el ensayo científico y literario, la trascripción de documentos oficiales y el leguaje cinematográfico, evidente este último en el capítulo que cierra la novela.
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No sé si Las flechas de Apolo sea una novela que trascienda la época contemporánea a su autor, eso sólo ustedes, posibles lectores, y los lectores posteriores a ustedes, podrán decidirlo.
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Considero, al menos, que es una gran novela si tomamos en cuenta que “las grandes novelas son aquellas que transforman al escritor (al hacerlas) y al lector (al leerlas)”. Por eso, dice Ernesto Sabato, la palabra “agrado” o la palabra “placer” no tienen nada qué ver con esta clase de literatura. “No se escribe para agradar sino para sacudir, para despertar”.
[6]
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Espero, entonces, que al leer Las flechas de Apolo, más que resultarles agradable o placentera la obra del doctor Omar, les sacuda o les despierte emociones ocultas en el inconsciente de cada uno de ustedes al serles develada, con la lectura, la concepción del mundo entramada en la obra, la cual, si bien fue escrita con todo el cuerpo, deberá leerse no sólo con la cabeza, sino, también, con el cuerpo entero.

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Texto leído en la presentación del libro el martes 27 de mayo de 2008 en la Capilla Exenta de la ciudad de Toluca, como parte de las actividades de la Feria Nacional del Libro 2008 (FENIE), organizada por la UAEM.


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[1] Ernesto Sabato. “La obra como visión del mundo”; en: Antología de textos sobre lengua y literatura. UNAM, México, 1971, p. 176.
[2] Omar Ménez Espinosa. Las flechas de Apolo. UAEM, México, p. 9. Para las siguientes citas de este libro sólo indico entre paréntesis la página.
[3] Ernesto Sabado. Op. cit. p. 177.
[4] Ernesto Sabato. “Las letras y las bellas artes”; en: Antología de textos sobre lengua y literatura. UNAM, México, 1971, p. 183.
[5] Epopeya porque consiste en la narración extensa de acciones trascendentales o dignas de memoria para un pueblo en torno a la figura de un héroe que representa sus virtudes de más estima.
[6] Ernesto Sabato. “No se escribe para agradar…”; en: Antología de textos sobre lengua y literatura. UNAM, México, 1971, p. 198.

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