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sábado, 4 de octubre de 2014

Gazapos trogloditas




Una se esmera corrigiendo un libro, deshierbando la maleza de errores ortográficos, ordenando primigenias jerarquías tipográficas en formato word (sólo para dar una obvia guía a quien diseñará el libro, a fin de que pueda discernir entre párrafos, títulos, subtítulos, citas, transcripciones, incisos…) y dando uniformidad al texto a partir de criterios editoriales (uso de mayúsculas y minúsculas, versalitas, cursivas, negritas, etcétera).

Una doblega las vértebras ante el texto para hacer del orden de las palabras —a veces caótico— una armonía cósmica inteligible para el lector. Incluso, una desentraña de la frigidez intelectual de un autor no apto para la escritura lo que éste quiso decir y la forma como pretendió decirlo, procurando mantener su estilo con la finalidad de no rebasar los límites lingüísticos a los que podría llegar o manteniendo su altura (cuando es de altos vuelos).

Ante ese esmero, que por momentos se vuelve una lid de ingenio contra palabras-rocas-informes 
—combate donde el intelecto se escuda tras diccionarios (de conceptos, de sinónimos, de dudas del lenguaje, ideológicos…), manuales y búsquedas en fuentes fidedignas—, inevitablemente (a veces, a pesar del texto y, a veces, a pesar del autor), una sale triunfante ante la legibilidad y la uniformidad obtenidas, que iluminan como si el pulimiento hubiese desentrañado del Averno la presencia angelical del número áureo (de buen gusto para todos, aunque pocos sepan que está ahí, porque lo miran sin verlo).

En esa lucha de mente y cuerpo contra las palabras, una grita fuerte contra ellas y éstas chillan, como bien decía el poeta Octavio Paz.

Una se esmera en la óptima entrega de su labor (con fatiga intelectual y física de por medio), sin considerar las manos en las que se deposita el resultado: a veces diestras, otras confiadas y, por desgracia, algunas garras burdas.

Cuando se recibe de vuelta el trabajo montado en un diseño, una vuelve a encorvar el lomo y a hacer de los ojos lupas para observar de nuevo el contenido y atrapar la gordita errata con patas de chinche o el tramo de incoherencia que se pudieron haber filtrado en la corrección, y —como quien bajo el atardecer le mira las chichis a cada hormiga— una busca el detalle o su ausencia dentro y fuera de la mancha tipográfica.

Es el momento de la cacería más fina, más precisa y silenciosa: ojos y mente (también, a veces, a pesar del diseño) buscan insistentes el brillo áureo en la uniformidad de las paginas y sus folios, acordes con el contenido del índice, en la detección de líneas viudas y huérfanas, en el uso correcto de guiones, rayas, silabación, sangrados, interlíneas, descolgados, pantones…, página a página, párrafo a párrafo…

En este rastreo de la presa, una habla suavemente con el texto (y a veces despotrica contra algún diseñador con falta de pericia; una no se encabrita contra el diseño porque éste tiene lo más importante: el contenido y las constantes de las formas gráficas); con dulzura lo expurga, como quien atrae a un gato solovino para compartirle caricias o alimento necesario y, cuando se le tiene confiado entre las manos, le tusa las lanas que tanto daño le hacen.

En una cacería así de meticulosa, cómo hace ruido la imprudencia del autor o del responsable de algún texto (por lo regular más consciente el primero) que, luego de recibir el documento corregido sobre el que se dobló la espina y antes de pasarlo a diseño, lo “depura” sin corregir más nada que no sea el cierre, a diestra y siniestra, de espacios entre palabras, porque en el procesador de textos básico —que además no sabe usar— los ve abiertos y, también, porque olvidó, primero, que una es cazadora de manchas y espacios, de marcas y ausencias, y, segundo, que se le hizo saber en la entrega del documento corregido que ya estaba limpio de espacios dobles (de los tantos que tenía en su original).

Hace ruido el rebuznar de ese acto porque, cuando vuelve a una el texto formado en un diseño, además de buscar la presa ortotipográfica oculta, se distrae la mente al anular como las bolitas en el antiguo videojuego de Pacman la plaga de gazapos que brincan distrayendo permanentemente para que no se encuentre la errata mayúscula.

Moraleja: si usted es autor o el responsable de un texto que debe ser impreso y tiene un corrector de estilo editorial que le ayuda, no olvide consultarlo sobre el trabajo que él hace para usted. Consúltelo antes de cagar la labor del diseñador y del corrector —a quien horas cuerpo: principalmente nalgas, vértebras y dedos, así como horas intelecto le cuesta llegar a un buen resultado y, ante todo, consúltelo antes de hacer mierda su propio libro o el libro del que usted es responsable.

Aquí las imágenes de un segmento del texto ya “limpio” entregado por el corrector a quien lo contrató y, por último, el texto que el personaje de las garras entregó para su diseño (después de “depurar” el trabajo ya hecho) y donde brincan, libres de su imprudencia, los gazapos-teporingos, los gazapos-sapos, los gazapos-liebres, los gazapos-trogloditas y hasta torpes gazapos-gigantes-de-Flandes, mientras la erratas discretas andan por ahí desplazándose en su acompasado vals:

Texto "limpio" 1



"Depuración" imprudente del texto "limpio" 1

Texto "limpio" 2




"Depuración" imprudente del texto "limpio" 2


domingo, 14 de febrero de 2010

La pajarería del Twitter

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Sobre el Twitter (tuiter, TW) puede hallarse información general en internet, desde definiciones hasta explicaciones de su utilidad, trucos, lenguaje…; mi concepto, como aprendiz de esta herramienta de intercambio de ideas, es el siguiente: el TW es una polifonía de cenzontle en jaula con alas; es un trinar permanente de mil (y serán millones) de voces que hablan lo que piensan o piensan lo que otros hablan (al retwittear, al repetir, como eco, lo que otros tuiteros teclean en sus espacios).
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Si bien el objetivo principal del TW es responder a la casi siempre intrascendente pregunta “¿Qué es lo que estás (estoy) haciendo ahora?” en textos breves (con lo cual mucho infame poco creativo pone estupidez y media); también permite la comunicación inmediata, tipo messenger (con la diferencia de que el diálogo se hace público y no privado).
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El tuiter es muy útil para el periodismo, su brevedad permite notificar con la eficacia de las cabezas y balazos de las publicaciones periódicas (con la ventaja de ofrecer ligas hacia notas, editoriales, reportajes, caricaturas, fotos… referidos).
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En este sentido, también se vuelve útil para publicistas que desean promover sus productos (de los cuales siempre son bienvenidos los que se relacionan con novedades culturales), en este caso anuncian mediante pequeños textos, algunos muy certeros (cf.
FCE o Descarga Cultura).
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Algunos tuiteros han aprovechado, sabiamente, esta herramienta como provocación literaria, insertando, en lugar de respuestas a la pregunta estúpida objeto del TW, microrrelatos y micropoemas, pues sólo se tiene capacidad para 140 caracteres. Al respecto, vale la pena leer el artículo
La literatura en Twitter del blog Literatura electrónica.
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Algunos pajarracos parlanchines de talento trinan en estos sitios:
http://twitter.com/microcuentos
http://twitter.com/RicardoSoca
http://twitter.com/lopezbeltran
http://twitter.com/lajornadaonline
http://twitter.com/revistaproceso
http://twitter.com/azotecarranza (éste sólo cuando a su creador le revienta algo).
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El Twitter, pues, se presta no sólo para leer de inmediato cabezales o novedades de periódicos, publicistas o sitios culturales y, en su caso, para ir a la página donde se encuentra la información completa (reportajes, por ejemplo), sino también para crear literatura y un breve diálogo entre el escritor de cada tuiter y su lector.
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Se prestaría, incluso, para armar cadáveres exquisitos, si se piensa en grupo (aunque, como bien dice el escritor peruano Óscar Limache “me daría por satisfecho si alguien ya pensara en solitario...”).
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Para leer en TW, sin embargo, se necesita, a veces, paciencia (paz y ciencia), porque no falta que el nido de cada tuitero se vuelva un enajenante trinar de pajarracos, pues, además de lo que cada uno escribe en su espacio, se agregan los textos de los twitters que se siguen (incluyendo algunos diálogos de los dueños del twitter ajenos con sus seguidores y los retwitter que hacen); se vuelve aquello ―en tanto no se administra la dosis de a quién seguir y a quién no― un griterío de aves hambrientas por ser escuchadas…
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En fin, ahí queda mi sentir sobre este trinar colectivo.
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viernes, 5 de septiembre de 2008

Sobre la enfermedad incurable de escribir

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Al leer diversos blogs de amigos, conocidos y desconocidos, al verme en la necesidad de escribir en éste y en otros espacios (tangibles y virtuales) y al recordar escenas en librerías, con frecuencia me viene a la mente la definición y descripción que hace el doctor mexicano Ruy Pérez Tamayo sobre la enfermedad incurable de escribir. A continuación transcribo el texto en el que Pérez Tamayo da a conocer este mal:
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Insanabile scribendis cacoethes

Ruy Pérez Tamayo
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El título de estas líneas identifica (en latín) una enfermedad poco común, que afecta a individuos de ambos sexos y de cualquier edad (pero rara antes de los 8-10 años), y aunque progresiva e incurable, también es benigna y las personas enfermas pueden alcanzar edades tan avanzadas como el resto de la población. Hasta donde he podido averiguar, la enfermedad no es contagiosa y no se ha descartado un posible componente genético o de predisposición; aunque su causa es totalmente desconocida, los autores están de acuerdo en que un elemento curioso es la regla en los pacientes: leen mucho.
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Insanabile scribendis cacoethes (ISC) significa “enfermedad incurable de escribir”. El padecimiento es tan antiguo como el hombre (único animal que sabe escribir) y entre quienes lo han sufrido se cuentan a Herodoto, Plinio, Tucídides, Platón, Aristóteles, los Evangelistas, Plotino, Galeno, San Agustín, Santo Tomás, Erasmo, Dante, Shakespeare, Cervantes, Netzahualcóyotl, Melville, Kafka, Mann, Hemingway, Yourcernar, Reyes, García Márquez, y muchos otros, pero que frente a los miles de millones de seres humanos no afectados por esta enfermedad que han vivido en la Tierra desde que H. sapiens surgió, hace unos 50 000 años, realmente son muy pocos, representan una fracción infinitesimal y cuantitativamente despreciable de la humanidad. Pero cualitativamente son indispensables para identificar y definir al hombre porque son los representantes de su conciencia, los portadores de su voz y los testigos de su historia y de sus sueños.
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Desde luego, hay muchas maneras de escribir y muchísimos temas posibles. Para el enfermo de ISC esto abre un mundo casi infinito de posibilidades: cartas, cuentos, novelas, ensayos, teatro, poesía, periodismo y otras formas genéricas más están al alcance de todos, mientras los textos más técnicos corresponden a los especialistas y los libros de filosofía… a los filósofos. Además, no solamente todo lo que existe en el Universo puede ser tema de un escrito, sino también todo lo que puede generar la imaginación humana. Para el enfermo de ISC el problema no es encontrar un tema y decidir si lo tratará como cuento humorístico o poema alejandrino; el problema es no escribir. Un amigo que sufre de ISC crónica grave me dijo: “Antes siempre estaba escribiendo un libro, pero debo haber empeorado porque ahora, ¡estoy escribiendo dos al mismo tiempo!”
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Un paciente con ISC es relativamente fácil de reconocer: si va por la calle lo más probable es que traiga varios libros bajo del brazo y que camine distraído, mirando todo pero no viendo nada, desaliñado y ligeramente despeinado (si no es que viste como “hippie”, con morral y huaraches), con una expresión entre beatífica y ausente. En cambio, si se encuentra en una librería (su habitat más común) su aspecto cambia radicalmente y puede adoptar dos formas, conocidas como A y B: en la forma A se transforma en un enajenado que va de un estante de libros a otro de manera intempestiva, intenta examinar varios volúmenes al mismo tiempo, gesticula grotescamente y se ríe con sí mismo, atropella a otros clientes sin disculparse (sin darse cuenta siquiera) y sale y entra varias veces a la librería, como si fuera difícil alejarse de ella (que es exactamente lo que pasa). En la forma B, también conocida como catatónica por los franceses (catathonique) el enfermo de ISC llega violentamente a la librería, toma un libro, lo abre y permanece absolutamente inmóvil y estático por periodos de 9 2 horas promedio. La forma B puede terminar de dos maneras: o el sujeto con ISC es violentamente arrojado de la librería por los empleados cuando llega la hora de cerrar, o bien cesa el ataque y el paciente (sin comprar el libro) abandona normalmente el local. Álvaro Gómez Leal, un conocido estudioso regiomontano de la ISC, ha señalado que entre las mujeres afectadas existe una pronunciada tendencia a tener gatos (de los que hacen “miau”) en su casa.
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Naturalmente, la ISC se manifiesta sobre todo por la escritura continua y compulsiva, que no toma en cuenta ni las dotes de escritor del paciente ni la crítica y la tolerancia de los posibles lectores. Otro amigo que también sufre de ISC crónica confiesa que escribe entre 7 y 16 cartas diarias, dirigidas a sus amigos y a un ejército de otros amigos imaginarios, cuyos nombres y direcciones copió o inventó y guarda en un tarjetero cuidadosamente ordenado alfabéticamente; cuando le pregunté si, dados los costos actuales de los portes de correos, estaba enviando tan profusa correspondencia, me contestó con una dulce sonrisa: “¿Enviar mis cartas? No, no… no las escribo para eso. Las escribo para escribirlas. Además, las mejores siempre resultan estar dirigidas a Sócrates (creo que su dirección está equivocada), a un Coronel a quien nadie le escribe y que vive en Macondo, y a Gabriel Zaid, que de todos modos nunca contesta.”
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La ISC es mucho más frecuente de lo que señalan los textos clásicos de medicina, que tienden a aceptar una tasa de morbilidad relativamente baja, no porque no reconozcan su carácter definitivamente patológico sino porque se basan en publicaciones oficiales de padecimientos cuya ocurrencia debe reportarse en forma obligatoria, como el sarampión o la difteria. Por razones desconocidas, la ISC no está clasificada entre las enfermedades reportables. Es posible que esto se deba a que algunos enfermos de ISC han tenido mucho éxito entre el populacho con sus obras y las autoridades no desean instituir reglas impopulares. Por ejemplo, uno de ellos escribió un libro que empezaba diciendo: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”, y otro enfermo de ISC empezó el último de sus libros con la frase: “Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados…”
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Ruy Pérez Tamayo. Acerca de Minerva. 1ª reimp. de la 1ª ed., FCE, Colección La Ciencia desde México, No. 40, México, 1989, pp. 128-131.
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Reseñas de libros:

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