sábado, 20 de septiembre de 2008

Interpretación oral de la palabra escrita

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Al tener su origen en la transmisión oral, parecería que la literatura hubiese perdido su oralidad con la escritura, pero no es así. La transmisión de generación en generación de textos orales, así como la escritura tienen el mismo fin: evitar que la palabra, hablada o escrita, se pierda.
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Con el invento de la grafía y el establecimiento de sus convenciones, la palabra pudo palparse y verse, mas nunca perdió sonoridad. Los textos quedaron escritos con sonidos y silencios. Aprovechándose de ello, muchos autores han escrito sus obras para que éstas sean leídas en voz alta. Poemas, obras dramáticas, algunos cuentos y novelas tienen esta posibilidad.

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En este contexto, creer que todo aquel que puede hablar y ver o palpar palabras es capaz de leer en voz alta un texto escrito resulta erróneo. No toda lectura de este tipo tiene calidad para ser escuchada y entendida por el espectador, ni aun poniendo éste toda su atención de por medio.
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En cuestión de lectura en voz alta debe tomarse en cuenta que se trata de “una estrategia válida [...] siempre y cuando no se reduzca a una mera oralización del texto. Si al lector sólo se le pide que sonorice los signos gráficos que tiene ante sus ojos, [tendremos] una simple y muy discutible actividad de oralización, pero nunca podremos hablar de ‘comunicación basada en la lectura’ ni de verdadera ‘lectura expresiva’”.
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Hablar de lectura en voz alta, es hablar de interpretación y no todo lector es un intérprete, lamentablemente tampoco todo escritor resulta ser buen intérprete incluso de sus propios textos, por más lecturas que haga de sus obras en las respectivas presentaciones.
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Al leer en voz alta, hay que transmitir la intención emocional del texto modulando el timbre, el volumen, la entonación; cada texto precisa de tonos e inflexiones determinadas para comunicar ironía, sorpresa, velocidad, monotonía, espanto o cualquier otra intención del texto escrito.
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Rodolfo Castro afirma que “más que descifrar signos para que otros escuchen, esta lectura supone entregarse al texto, creer en él, cargarlo con nuestra esencia [...;] no se lee en voz alta para ser escuchado, [sino] para que los que escuchan vean el sonido, se arropen en él, lo habiten [..., por lo tanto] el desafío del lector en voz alta es el de transformar esos signos inertes en volúmenes tangibles que respiren, se muevan con libertad y [...] toquen al que escucha, lo conmuevan de tal manera que su sensación sea como la de estar viendo el sonido”.
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En otras palabras, “leer en voz alta es hacer que nuestro interior resuene. Es poner en juego los propios sentimientos y ponerse en sintonía emotiva con el texto y con los demás participantes de esa lectura [... la cual es] un acto de voluntad [... que] requiere de nuestra complicidad para que aceptemos que lo que se está leyendo sí está ocurriendo”.
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Complicidad, calidad interpretativa (incluso en la adaptación de textos) y capacidad para conmover, haciéndome ver el sonido de los textos, he tenido la fortuna de encontrar en contados intérpretes, algunos en viva voz otros en discos grabados.
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Respecto a las grabaciones, atesoro discos con loables interpretaciones de textos, como el segundo volumen del Homenaje a Federico García Lorca, bajo el sello Orfeón, con las voces de Rafael Acevedo y Ofelia Guilmáin, y Sor Juana hoy, de Warner Music México, en el que Ofelia Medina lee y canta textos de Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana.
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Este año agrego a mi tesoro dos álbumes con lectura acompañada de música e interpretación cantada de textos (adaptados para este fin): uno de ellos se titula Dile a la Luna que venga y el otro, Paracaídas que no abre.
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En Dile a la Luna que venga, Ricardo Brust (actor, locutor y doblador de voz para cine y televisión, a quien se le escucha en los anuncios de Pepsi) nos regala, en la producción hecha por él, sus interpretaciones, editadas con música, de textos de León Felipe, Eliseo Diego, Federico García Lorca, Octavio Paz, Zapato, Ricardo Bernal y de su autoría.
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El audio del disco compacto, así como la portada y contraportada, pueden descargarse de manera gratuita desde la página de Luna X Radio Interna.
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Paracaídas que no abre está basado en la prosa poética del mexicano
Alejando Páez Varela; en el álbum participan distintos intérpretes, cada uno con su peculiar estilo: Laura de Ita, Patricia Llaca, Jaime López, Vanessa Bauche, Dolores Tapia, Abel Membrillo, Ari Brickman, Martha Claudia Moreno, Carmina Narro, Álvaro Guerrero, Juan Cristóbal Pérez Grobet, Gerardo Pozos, José Luis Domínguez, Renata Wimer, Nuridia Briceño, el grupo Polka Madre y el autor de los textos.
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La realización de Paracaídas que no abre incluye: el libro de Páez Varela, editado por Almadía y de venta en librerías mexicanas, la publicación de algunos textos del libro en el sitio homónimo
http://paracaidasquenoabre.com/, los videos de la grabación del disco y el disco, incluido en el libro en venta, aunque el audio puede descargarse, de manera gratuita, en el sitio web.
En dicho álbum está registrada la interpretación de catorce textos (uno de pilón).
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El audio del Paracaidas me recuerda el concepto del disco Urbe probeta, en el que escritores mexicanos experimentan la fusión de sus textos con música electrónica. Sin embargo, en Urbe probeta se perciben altas y bajas en la elección del material, en tanto que en Paracaidas se mantiene uniforme la calidad de la producción artística (a cargo, ésta y la música, de la actriz y cantante Laura de Ita).
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¡Bienvenidas sendas producciones discográficas: Dile a la Luna que venga y Paracaidas que no abre!, cuyas interpretaciones orales rescatan y trascienden la palabra escrita.
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[1] Kepa Osoro. "Sugerencias para leer mejor en voz alta", en el sitio web del Proyecto de lectura para centros escolares, PLEC.
[2] Rodolfo Castro. "Habitar el sonido", en el sitio web de la revista Nuevas hojas de lectura.
[3] Ibidem.
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sábado, 6 de septiembre de 2008

Textos desde el Tíbet 2

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Me vendría bien una dosis de cinismo para no hacer caso de los alineados, de los que no mueven un dedo para cambiar lo absurdo, pero mueven muchos (como el lenguaraz sus lenguas) para jactarse de que están, privilegiados, donde se hallan por dar más de su tiempo no solicitado, tiempo que ofrecen a costa del de otros que no tienen necesidad de pavonearse, pero sí de cubrir carencias a costa de sus sueldos.
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Requiero cápsulas de cinismo para sobrevivir a tanta burocracia almacenada en tarjetas, oficios, carpetas y archivos muertos, fenecidos antes de haber sido paridos; documentos-eslabón de una cadena de escritorios empapelados bajo la burocracia obesa, comedora compulsiva de papeles que cada día se hincha más en la oficina.
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Me vendría bien la dosis, pero antes me bastaría la simpleza de este plan: conocerte, porque sé de ti, aunque no me mires y me huyes cuando me oyes. Puedo otear a distancia tu inteligencia camaleónica: vasta para abarcarme sin confundirte con mi modo de ser y sencilla (no simple) para no abrumarme, para no dejarme helada en la frialdad de la arrogancia.
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Te distingo a la distancia, cada vez más corta, y te presiento satisfecho conmigo, de mí, y contigo, de ti. No te sabes menos que yo, y tampoco más; nos somos iguales y nos complementamos el uno con el otro por nuestras diferencias.
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Antes de la dosis, habré de llevar a cabo el plan: he de conocerte, y dejarás, paciente, que averigüe que no eres ni el más grande ni el primero en todo, sino sólo el primero en amarme, en hacerme sentir amada-querida-deseda y que no eres el primero sino el único en sentirse de mí correspondido.
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Te ficticio a través (a pesar) de la bruma de burocracia que asmatiza mi libertad. Te invento a veces, te reinvento otras, como proceso de fotosíntesis, cuando en Ciudad Denopasanada el sol se cuela anárquico por la ventana en mi oficina… y sé que me piensas.
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La Maga, desde el Tíbet.
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viernes, 5 de septiembre de 2008

Sobre la enfermedad incurable de escribir

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Al leer diversos blogs de amigos, conocidos y desconocidos, al verme en la necesidad de escribir en éste y en otros espacios (tangibles y virtuales) y al recordar escenas en librerías, con frecuencia me viene a la mente la definición y descripción que hace el doctor mexicano Ruy Pérez Tamayo sobre la enfermedad incurable de escribir. A continuación transcribo el texto en el que Pérez Tamayo da a conocer este mal:
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Insanabile scribendis cacoethes

Ruy Pérez Tamayo
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El título de estas líneas identifica (en latín) una enfermedad poco común, que afecta a individuos de ambos sexos y de cualquier edad (pero rara antes de los 8-10 años), y aunque progresiva e incurable, también es benigna y las personas enfermas pueden alcanzar edades tan avanzadas como el resto de la población. Hasta donde he podido averiguar, la enfermedad no es contagiosa y no se ha descartado un posible componente genético o de predisposición; aunque su causa es totalmente desconocida, los autores están de acuerdo en que un elemento curioso es la regla en los pacientes: leen mucho.
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Insanabile scribendis cacoethes (ISC) significa “enfermedad incurable de escribir”. El padecimiento es tan antiguo como el hombre (único animal que sabe escribir) y entre quienes lo han sufrido se cuentan a Herodoto, Plinio, Tucídides, Platón, Aristóteles, los Evangelistas, Plotino, Galeno, San Agustín, Santo Tomás, Erasmo, Dante, Shakespeare, Cervantes, Netzahualcóyotl, Melville, Kafka, Mann, Hemingway, Yourcernar, Reyes, García Márquez, y muchos otros, pero que frente a los miles de millones de seres humanos no afectados por esta enfermedad que han vivido en la Tierra desde que H. sapiens surgió, hace unos 50 000 años, realmente son muy pocos, representan una fracción infinitesimal y cuantitativamente despreciable de la humanidad. Pero cualitativamente son indispensables para identificar y definir al hombre porque son los representantes de su conciencia, los portadores de su voz y los testigos de su historia y de sus sueños.
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Desde luego, hay muchas maneras de escribir y muchísimos temas posibles. Para el enfermo de ISC esto abre un mundo casi infinito de posibilidades: cartas, cuentos, novelas, ensayos, teatro, poesía, periodismo y otras formas genéricas más están al alcance de todos, mientras los textos más técnicos corresponden a los especialistas y los libros de filosofía… a los filósofos. Además, no solamente todo lo que existe en el Universo puede ser tema de un escrito, sino también todo lo que puede generar la imaginación humana. Para el enfermo de ISC el problema no es encontrar un tema y decidir si lo tratará como cuento humorístico o poema alejandrino; el problema es no escribir. Un amigo que sufre de ISC crónica grave me dijo: “Antes siempre estaba escribiendo un libro, pero debo haber empeorado porque ahora, ¡estoy escribiendo dos al mismo tiempo!”
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Un paciente con ISC es relativamente fácil de reconocer: si va por la calle lo más probable es que traiga varios libros bajo del brazo y que camine distraído, mirando todo pero no viendo nada, desaliñado y ligeramente despeinado (si no es que viste como “hippie”, con morral y huaraches), con una expresión entre beatífica y ausente. En cambio, si se encuentra en una librería (su habitat más común) su aspecto cambia radicalmente y puede adoptar dos formas, conocidas como A y B: en la forma A se transforma en un enajenado que va de un estante de libros a otro de manera intempestiva, intenta examinar varios volúmenes al mismo tiempo, gesticula grotescamente y se ríe con sí mismo, atropella a otros clientes sin disculparse (sin darse cuenta siquiera) y sale y entra varias veces a la librería, como si fuera difícil alejarse de ella (que es exactamente lo que pasa). En la forma B, también conocida como catatónica por los franceses (catathonique) el enfermo de ISC llega violentamente a la librería, toma un libro, lo abre y permanece absolutamente inmóvil y estático por periodos de 9 2 horas promedio. La forma B puede terminar de dos maneras: o el sujeto con ISC es violentamente arrojado de la librería por los empleados cuando llega la hora de cerrar, o bien cesa el ataque y el paciente (sin comprar el libro) abandona normalmente el local. Álvaro Gómez Leal, un conocido estudioso regiomontano de la ISC, ha señalado que entre las mujeres afectadas existe una pronunciada tendencia a tener gatos (de los que hacen “miau”) en su casa.
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Naturalmente, la ISC se manifiesta sobre todo por la escritura continua y compulsiva, que no toma en cuenta ni las dotes de escritor del paciente ni la crítica y la tolerancia de los posibles lectores. Otro amigo que también sufre de ISC crónica confiesa que escribe entre 7 y 16 cartas diarias, dirigidas a sus amigos y a un ejército de otros amigos imaginarios, cuyos nombres y direcciones copió o inventó y guarda en un tarjetero cuidadosamente ordenado alfabéticamente; cuando le pregunté si, dados los costos actuales de los portes de correos, estaba enviando tan profusa correspondencia, me contestó con una dulce sonrisa: “¿Enviar mis cartas? No, no… no las escribo para eso. Las escribo para escribirlas. Además, las mejores siempre resultan estar dirigidas a Sócrates (creo que su dirección está equivocada), a un Coronel a quien nadie le escribe y que vive en Macondo, y a Gabriel Zaid, que de todos modos nunca contesta.”
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La ISC es mucho más frecuente de lo que señalan los textos clásicos de medicina, que tienden a aceptar una tasa de morbilidad relativamente baja, no porque no reconozcan su carácter definitivamente patológico sino porque se basan en publicaciones oficiales de padecimientos cuya ocurrencia debe reportarse en forma obligatoria, como el sarampión o la difteria. Por razones desconocidas, la ISC no está clasificada entre las enfermedades reportables. Es posible que esto se deba a que algunos enfermos de ISC han tenido mucho éxito entre el populacho con sus obras y las autoridades no desean instituir reglas impopulares. Por ejemplo, uno de ellos escribió un libro que empezaba diciendo: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”, y otro enfermo de ISC empezó el último de sus libros con la frase: “Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados…”
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Ruy Pérez Tamayo. Acerca de Minerva. 1ª reimp. de la 1ª ed., FCE, Colección La Ciencia desde México, No. 40, México, 1989, pp. 128-131.
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Reseñas de libros:

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