jueves, 4 de enero de 2018

Crónicas de mi luna 1


Hay madrugadas que concluyen (siempre concluyen, no inician, aunque sean el comienzo del día) de manera un tanto extraña: intimando en la soledad, con el vaso de whisky a la mano o con lápiz y cuaderno --de papel o electrónicos-- desatando por escrito nudos que se anudan como lianas donde sea; o con la emoción extraviada y el cuerpo desnudo; o nostalgiando lo que de golpe, en horas, se vuelve recuerdo y, a la vez, pregunta (¿por qué?); o compartiendo entumidos la friolera del invierno en casa del amigo para emprender el retorno a la rutina tan pronto alumbre el día o tan pronto caliente el segundo sol. O abogando derechos en una incierta oficina de tránsito y vialidad, con la grúa jalando el auto y el viejo oficial con su viejo disfraz de laborista de tránsito, que transita sólo por la burocracia y saca su tajada de la corrupción (discusión inútil, pues al final al auto se lo lleva la grúa y a uno el vacío, luego de recibir la amenaza de ser mandado al encierro si no acata uno el protocolo desprotocolizado por quienes detienen so pretexto de un inexistente alcoholímetro); o pensando que la mano que tocó la nuestra en ese día compaginó el mundo entre ambas manos, aunque sólo haya sido una mariposa de piel que, creyendo pétalos los dedos de la mano ajena, aterrizó en la flor donde libó la esencia... Hay madrugadas que concluyen de manera un tanto extraña y no por raras, sino por dejarnos tatuada la vida.

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