sábado, 22 de marzo de 2014

Acto de amor: la memoria compartida en _Una vaca tengo_, de Jesús Bartolo



Jesús Bartolo. Una vaca tengo. Ayuntamiento de Tecámac / Los 400, México, 2013, ilustración de portada: Ángel Carlos Sánchez, ilustraciones de interiores: Saúl Ordóñez, 60 pp.




cuando el olvido nos acorrala, los poetas nos invitan a reimaginar la infancia perdida. Nos enseñan “las audacias de la memoria”.

Gaston Bachelard


Ganador del Premio Nacional de Poesía Mérida 2012, y publicado al año siguiente en coedición entre el Ayuntamiento de Tecámac y Los 400, Una vaca tengo, de Jesús Bartolo, es un poemario que, en extensión, se mira pequeño, como un colibrí, un libro-colibrí tan visible y curioso como el ave que revolotea frente quien lo mira antes de sostener su vuelo sobre la flor de la que sorberá la miel. Por su contenido, es un libro profundo —como el abismo de un pozo al que nos asomamos cuando somos niños— y, a la vez, sublime —como el olor del pan recién preparado que se escapa de los hornos en la provincia donde alguna vez hemos estado.
Profundidad y sublimación dan consistencia a la propuesta poética de esta vaca que Jesús Barolo tiene; la vaca que ha estado ahí desde antes de ser escrita (descrita), creciendo como un recuerdo incontenible a espaldas del autor, en espera de ser percibida por éste para sensibilizarlo y alentarlo a dejar inscrita esa vaca en la memoria colectiva.
Este libro-colibrí nos ofrece, en su vuelo, dos poemas escritos en verso libre: el que da título al libro, “Una vaca tengo”, y “El hábito de irse”. En tanto que el primero se conforma por 22 estrofas distribuidas en tres secciones; el segundo se desarrolla sólo en cuatro estrofas. En apariencia se trata de dos textos diferentes que seguramente fueron ideados con distintos motivos; no obstante, como cada poema escrito por un mismo autor es, de alguna manera, la continuidad de una sola intención poética, no es difícil hallar comunión (o complicidad) entre ambos.
En tanto que en “Una vaca tengo” la idea se desarrolla a partir de la evocación de la infancia, “El hábito de irse” expresa la necesidad de segmentar el tiempo reversible (el que va del presente al pasado y luego en sentido inverso) para hurgar en el “malogrado interior”,[1] con mirada “ajena de ojos ajenos”, y poder separar el olvido del recuerdo: dejando junto a aquél los odios, la rabia, la amargura del hombre (“bilis de Dios”), para que éste torne “de su cólera / encolerizada a la violencia de su vida”; y, junto al recuerdo, permanezca la duración del abrazo amado, el beso que arranca de la muerte, a fin de ser mejores personas en “ese intervalo en el que uno decide ser”.
La continuidad (o complicidad) de ambos poemas en este libro pareciera asegurarnos que la memoria compartida o el acto de recordar y compartir esas evocaciones se convierte en un acto de amor. De ahí que, en su conjunto, el libro se abra ante nosotros como un arcón que contiene (sin tenerlas todas escritas) las historias de nuestro pasado aún latente, así como de nuestro tiempo actual y de lo que seremos en el futuro.
Una vaca tengo es un baúl heredado de la abuela y construido de remembranzas que nos hacen revivir lo que no se puede olvidar; baúl del que el autor saca sus recuerdos para compartirlos mediante un fino entramado de palabras que trascienden, igual que el efecto del eco, en las añoranzas personales del lector-espectador y, a su vez, recreador de su propia historia.
Son recuerdos que, como “Viaje a la semilla”tienen un trayecto en sentido inverso cuyo recorrido va de la estadía del polvo a la reconstrucción del hombre en cuerpo, y de cuerpo en ser vivo que, del envejecimiento y sus deterioros, se yergue en lozana juventud y, de ésta, se vuelca en la sorpresa de la infancia hasta hacerla gatear, y así sucesivamente hasta pasar por el primer llanto, después de haber nacido, y retornar al útero, al embrión, a la fecundación del óvulo y, enseguida, al estallido de la disgregación de las partículas: al caos del cosmos antes de ser algo; recuerdos que hacen renacer del polvo al hombre (de la nada al ser), porque, como lo dice Jesús Bartolo en su poemario:

el hombre es la misma historia:
la búsqueda del hombre; la misma costumbre:
la costumbre de regresar,
de volver por la línea más tenue a la opacidad del conjunto,
al color y la suficiencia
para hacer del bosquejo la pintura.
Retornar le precipita del precipicio
a la tolvanera que es venir desde ahí
al polvo que es uno.

Este arcón se abre con el hexasílabo “Una vaca tengo”, a partir del cual el abanico de posibilidades para el lector se abre en evocaciones y planteamientos. Evocaciones como el campo abierto a olores, colores y sonidos que lo caracterizan, su pasto, su humedad, sus árboles…; en mi lectura, imagino el color de la vaca que pienso (mi vaca es apacible, pasta con serenidad, rumia y quizá muge); ante ello, de inmediato, me pregunto: ¿por qué tengo una vaca?, ¿qué hago con ella?, ¿qué hace una vaca en mi imaginación tan pronto la nombra el poeta?
Hallo respuestas en los versos donde Jesús Bartolo dice que la vaca ya “estaba ahí / desde antes de empezar a escribir, / de recordar que tenía una vaca”, la cual:

Pasta en mis días futuros y pasados,
pasta simplemente, va de lo anterior a lo posterior,
de mugir a la serenidad solemne
          de echarse a mascar sobre su barriga.
De rumiar interminable
          hasta que a las tres de la tarde
revienta como un pez de muchos días.

Esta vaca, que existe desde antes de ser nombrada, ha estado ahí, en el mismo sitio, aguardando, paciente mientras rumia, hinchándose día a día hasta reventar a la misma hora de cada tarde. Es legendaria por su poder de asociación con lo primigenio y la creación (y recreación) del cosmos; se halla en la Tierra desde que ésta existe y acompaña al hombre desde que éste tiene uso de memoria. Esta vaca es fecunda y cíclica: pasta de la Tierra a la que nutre después de haber rumiado.
Es una vaca sagrada como la del antiguo Egipto, donde se asociaba con la idea de calor vital.[2] Es sagrada como la de la doctrina hindú, que relaciona a este rumiante con la creación del mundo y el sustento de éste, al simbolizar su leche el polvo de las galaxias.[3] No olvidemos que el hinduismo mira en ella el lado femenino de Brahma, dios creador del universo y miembro de la triada conformada por Brahma (dios de evolución y desarrollo), Visnú (dios preservador) y Shivá (dios destructor).[4]
Esta vaca del libro de Jesús Bartolo es más que una res que pasta en el campo y mastica por segunda vez, devolviendo a la boca el alimento que ya estuvo en su estómago, igual que se rumian los pensamientos, las reflexiones y los recuerdos.
Es una vaca que, siendo lechera o no, “no es una vaca cualquiera”; es la mascota que regresa desde un pasado sin fecha para guiar al hombre por el laberinto de sus recuerdos. Mascota que orienta al poeta por el sendero de la escritura, como la de Juan Ramón Jiménez: Platero, el burro “pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría [es] todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son tan duros cual dos escarabajos de cristal negro”;[5] el Platero que está “solo en el pasado. Pero ¿qué más te da el pasado a ti [, Platero], que vives en lo eterno, que, como yo aquí, tienes en tu mano, grana como el corazón de Dios perenne, el sol de cada aurora?[6]
Esta vaca bartoliana “tiene un lucero en la frente, / un lucero amplio como el suspiro del abuelo”, un cuerno caído, las orejas garranchadas, la mirada “como de santo de iglesia”, que “mira a ninguna parte, / entre el atrás y el ahora” (“porque ahí nada duele”), “hace como que respira y respira, / se espanta los tábanos sin medida de tiempo, / mueve de vez en cuando la cabeza para comprobar: / —Sigo aquí y soy tu vaca”, tiene cuatro manchas café, como el cálido color de la Madre Tierra (color que representa, por un lado, el vigor, la fuerza, la solidaridad, la confianza y la adaptación, y, por otro, la melancolía, la antigüedad, la ausencia de pasión, lo que se marchita o se extingue, como el otoño[7]), son manchas cuyo color “recuerda: / el olor del pan de las tres”, que, nos dice el poeta:

[…] es distinto al de las cinco de la tarde.
El olor caliente del pan de las tres se dispara en todas direcciones
         como pájaro espantado por la piedra de la resortera.
El de las cinco, en cambio, es sereno,
detenta la madurez de la manteca reposada,
la ventaja del viento que fija el sabor de las teleras.

Es una vaca “gorda como las señoras / que venden pescado en la plaza, / como las nubes de agosto todo el año”; esta vaca sabe que el nombre de Chimpe y el tambor de Cortés espantan —Chimpe, el que “caminaba por las calles como buscando / nunca supimos qué” y que al sonreír “con esa sonrisa sin dientes”, igual que la vaca, le trae desgracia al poeta; Cortés: el que “cambia de una mano a otra su machete de madera, / madera que encontrará su halago en el cuerpo de quien reta / mientras bailan al tan tan, tan tan del sarape, al tan tan del trago”.
Es una vaca que “va más allá de su mugido”, representa el recuerdo que se rumia mientras el escritor piensa en su vaca y ésta piensa en el escritor que la piensa; es la vaca que se escribe y describe a sí misma a través del autor que rumia su escritura, concatenando un recuerdo tras otro, y, de paso, nos lleva a los lectores-espectadores de la pradera tropical al inefable espacio de la infancia tan profunda como el abismo del pozo.[8]
La vaca que ha estado ahí, reventando como pez de muchos días cada tarde, no es mortal; no desfallece o sucumbe por indolencia ni, por lo mismo, le explotan las vísceras por descomposición fisiológica; al contrario, es un ser desmesurado que poco a poco va creciendo, expandiéndose, hasta no caber en sí y estallar en el tiempo, cuando éste se detiene a la hora justa (como lo es el instante en que mejor huele el pan caliente) para hacer inacabable su cosmos de creatividad (proceso apacible y continuo de formación, preservación y destrucción; triada del ser, permanecer y desaparecer), del que son partícipes, primero, el poeta y, en seguida, el lector-espectador.
Esta expansión creativa de la vaca sin tiempo es un trayecto de regreso del hombre maduro a su etapa primigenia, donde todo detalle se descubre inmenso bajo la mirada sorprendida que parece ver todo por primera vez: la mira del niño que mira desde los ojos de la vaca, desde donde, a su vez, miran la vaca y el autor maduro de los versos que hablan sobre la vaca.[9]
Esta etapa es la del regreso a la infancia, que no es un acto contemplativo sino creativo, pues se basa en la reinvención (desde el presente) de la infancia (el pasado) a través de la palabra, para rescatarnos (en el futuro) del olvido.
Al referirse al retorno de la infancia como un hecho fenomenológico de la imaginación poética, Gaston Bachelard señala que “la memoria es un campo de ruinas psicológicas, un revoltijo de recuerdos”,[10] por lo que “toda nuestra infancia debe ser imaginada de nuevo. Al reimaginarla tenderemos la suerte de volver a encontrarla en la propia vida de nuestras ensoñaciones de niño solitario”.[11]
Sin embargo, este encuentro con la infancia no consiste sólo en traer a la mente el recuerdo histórico real, sino en transmutarlo a partir de la imaginación; se trata de un proceso de recuperación, meditación y recreación, de ahí que la infancia meditada sea “más que la suma de nuestros recuerdos”.[12]
El conjunto de memoria e imaginación (arqueología de lo sensible[13]) facilita, por una parte, la empatía entreel poeta de la infancia y su lector, ya que entre ambos hay una infancia que perdura, la que “permanece como una simpatía de apertura a la vida, permitiéndonos comprender y amar a los niñoscomo si fuésemos sus iguales en primera vida”;[14] por otra parte, el pasado revivido por la unión de imaginación y memoria es una construcción poética de la infancia,[15] siendo ésta el pozo del ser,[16] hacia el cual dirige su mirada el autor, del cual abreva el poeta para mantener vivos no sólo su historia legendaria[17] (no olvidemos que “la infancia del hombre plantea el problema de su vida entera”[18]), sino también su destino: el de la escritura misma,[19] donde “los recuerdos de infancia se distienden, respiran”[20] y, en recompensa, dan paz al escritor.
Por tanto, la construcción poética de este retorno a la infancia nos ofrece, en palabras de Gaston Bachelard:

Una infancia que no deja de crecer; de ahí proviene el dinamismo que anima las ensoñaciones de un poeta cuando nos hace vivir una infancia y nos sugiere que revivamos la nuestra.
Según el poeta, parecería que cuando profundizamos en nuestra ensoñación hacia la infancia, arraigamos más profundamente el árbol de nuestro destino.[21]

De esta forma, pasado, presente y futuro se sintetizan y se perpetúan a través de la poética de la infancia, pues, como afirma Franz Hellens:

La infancia no es algo que muere en nosotros y se seca cuando ha cumplido un ciclo. No es un recuerdo. Es el más vivo de los tesoros, y sigue enriqueciéndonos a nuestras espaldas […] Triste de quien no puede recordar su infancia, recuperarla en sí mismo, como a un cuerpo dentro de su propio cuerpo o una sangre nueva dentro de su propia sangre: desde que ella lo ha abandonado está muerto.[22]

En conclusión, esta vaca que tiene Jesús Bartolo, y nos comparte en este libro-colibrí, es la vaca cósmica que nos hace retornar, con el olor del pan caliente,[23] olor fecundo[24] (como el sabor de la magdalena de Marcel Proust, en su novela En busca del tiempo perdido), a la recreación de la infancia, la que nos pertenece a todos, para volvernos sensibles ante nuestros cambios en el tiempo y conscientes de lo que buscamos, sin perdernos en la sonrisa sin dientes de Chimpe ni en la violencia que aniquila, como el machete de Cortés.
Así, es mi deseo que este libro, diminuto como colibrí y expansivo como el cosmos, vuele, desde el imaginario del autor, después de haber libado en la flor de la memoria individual, y se aleje de él, en ese “hábito de irse,” para anidar en la memoria colectiva, en el espacio de recreación del lector.
“Hábito de irse” se titula el segundo poema incluido en este libro de Jesús Bartolo, y ese hábito trae a mi memoria los versos de Roberto Juarroz, que dicen:

Aunque el amor se vaya,
el hábito de amar se alarga siempre.
Por eso no es extraño
que si el amor retorna
sus gestos se entremezclen
con los gestos anteriores.
Y aparezcan amores
que vagan por el mundo
con gestos duplicados,
amores que parecen dos amores.[25]

Mi deseo es, entonces, que así como el hábito de amar duplica amores…, de igual forma, el hábito de recordar nos permita duplicar, con la lectura de este libro, la mirada de niños que observan desde los ojos de una vaca que, a su vez, mira desde la nostalgia de un autor, y que esa multiplicación sensible nos impida —con la vaca cósmica o el olor del pan caliente— ahogarnos en la desmemoria del olvido, donde perece la bilis divina de la cotidianidad violenta. Que perduremos, en el acto compartido del recuerdo, en el instante inacabable del abrazo amado y en el del beso que nos distancia de la muerte.







[1] Las citas son del libro de Jesús Bartolo. Una vaca tengo. Ayuntamiento de Tecámac / Los 400, México, 2013, ilustrado con acuarelas de Ángel Carlos Sánchez y Saúl Ordóñez, 60 pp.
[2] Juan-Eduardo Cirlot. Diccionario de símbolos. 6ª ed., Editorial Labor, S. A., Serie Nueva Colección Labor, España, 1985, p. 455.
[3] Ibídem.
[4] http://goo.gl/JlCFBR [consultado el 23 de febrero de 2014].
[5] Juan Ramón Jiménez. Platero y yo. Editorial Diana, S. A., México, 1947, p. 7.
[6] Ibíd, p. 114.
[7] http://goo.gl/oFW5Jc [consultado el 23 de febrero de 2014].
[8] “¡El pozo!... Platero, ¡qué palabra tan honda, tan verdinegra, tan fresca, tan sonora! Parece que es la palabra la que taladra, girando, la tierra oscura, hasta llegar al agua fría. […(…] Se escapa por el pozo el alma a lo hondo. Se ve por él como el otro lado del crepúsculo. Y parece que va a salir de su boca el gigante de la noche, dueño de todos los secretos del mundo. ¡Oh laberinto quieto y mágico, parque umbrío y fragante, magnético salón encantado!).
”—Platero, si algún día me echo a este pozo, no será por matarme, créelo, sino por coger más pronto las estrellas…” (Juan Ramón Jiménez. Op. cit. pp. 47-48).
[9] Sobre la mirada sorprendida, la mirada primigenia, la que se maravilla con lo que ve, Bachelard señala que “para volver a encontrar el lenguaje de las fábulas hay que participar del existencialismo de lo fabuloso, volverse en cuerpo y alma un ser admirativo, reemplazar ante el mundo percepción por admiración” (Gaston Bachelard. La poética de la ensoñación. FCE, Breviarios, núm. 330, Colombia, 1998, p. 181); lo anterior, en razón de que “la infancia, suma de las insignificancias del ser humano, tiene una significación fenomenológica propia, una significación fenomenológica pura, puesto que está bajo el signo de la maravilla. Gracias al poeta, nos hemos convertido en el puro y simple sujeto del verbo maravillarse” (Gaston Bachelard. Op. cit., pp. 193-194).
[10] Gaston Bachelard. Op. cit., p. 151.
[11] Ibídem.
[12] Ibíd, p. 193.
[13] Ibíd, p. 166.
[14] Ibíd, p. 153.
[15] “Para poder construir la poética de una infancia evocada en una ensoñación, hay que darle a los recuerdos su atmósfera de imagen” (Gaston Bachelard. Op. cit., p. 158).
[16] Gaston Bachelard. Op. cit., p. 173.
Sobre el pozo del ser y la empatía entre autor y lector, Bachelard señala que “debe haber una gran tensión de infancia en reserva en el fondo de nuestro ser para que la imagen de un poeta nos haga revivir repentinamente nuestros recuerdos y reimaginar nuestras imágenes, a partir de palabras bien reunidas. Ya que la imagen de un poeta es una imagen hablada, no una imagen vista por nuestros ojos. Un rasgo de la imagen hablada basta para que leamos el poema como el eco de un pasado desaparecido” (p. 175).
[17] Aunque, “toda infancia es legendaria en el fondo de la memoria” (Gaston Bachelard. Op. cit., p. 206, nota al pie 42).
[18] Gaston Bachelard. Op. cit., p. 208.
[19] Gaston Bachelard indica que, “al escribir sobre los recuerdos de infancia, el poeta nos habla de la importancia vital de la obligación de escribir” (op. cit., p. 205); también afirma que en cada hombre existe “un destino de la ensoñación, destino que nos precede en nuestros sueños y que se corporiza en nuestras ensoñaciones” (p. 208).
[20] Gaston Bachelard. Op. cit., pp. 205-206.
[21] Ibíd, pp. 207-208.
[22] Citado por Gaston Bachelard. Op. cit., p. 206.
[23] Sobre los olores vinculados al retorno de la infancia, vienen bien estas palabras de Gaston Bachelard: “quien quiera penetrar en la zona de la infancia indeterminada, en la infancia a la vez sin nombres propios y sin historia, será sin duda ayudado por la vuelta de los grandes recuerdos vagos, como son los recuerdos de los olores de otros tiempos. Los olores, primer testimonio de nuestra fusión con el mundo” (op. cit., p. 209). “El olor en su primera expansión es así una raíz del mundo, una verdadera infancia. El olor nos entrega los universos de infancia en expansión” (p. 212). “Unida a sus recuerdos de olor, una infancia huele bien” (p. 215). “Cada olor de infancia es una veladora en la cámara de los recuerdos” (p. 216). “Cuando, al leer a los poetas, se descubre que toda una infancia está evocada por el recuerdo de un perfume aislado, se comprende que el olor de la infancia es, en la vida, si se puede decir así, un detalle inmenso. Esa nada agregada al todo modifica el ser mismo del soñador. Esa nada le hace vivir la ensoñación engrandecedora: leemos con toda nuestra simpatía al poeta que ofrece este engrandecimiento de infancia en germen en una imagen” (pp. 216-217).
[24] Recuérdese que “los panes son símbolo de fecundidad y de perpetuación, siendo ésta la causa por la que a veces presentan formas relacionadas con lo sexual” (Juan-Eduardo Cirlot. Op. cit., p. 354).
[25] Roberto Juarroz. Antología esencial, en http://goo.gl/XD8pC3.

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