lunes, 2 de mayo de 2016

Textos desde el Tíbet 7

Y dijo, de la forma más ambigua para expresar su cariño ésa que lleva hacia el mismísimo e inevitable desamor, que la buena mujer sería la mejor madre de sus hijos. Y tuvo a sus hijos en la imaginación y los llevó al lado de ella para tenerlos con la madre que buscaba para ellos.
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La buena mujer, llena de infinita bondad, abrazó con ternura a esos hijos suyos, producto de la imaginación; aferrada a ellos, resguardó la virginidad de su útero para dar a luz a los hijos del padre que había elegido para ser la mejor madre de los hijos de ella.
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Y, así, siendo toda ella concavidad para ordenar la vida, se abocó a ser madre de esos hijos sin vida y a constreñirlo a él a su forma de vasija para volverlo el padre de los hijos no nacidos. Lejos de ser cóncava y convexa, sólo útero solo y tanático, sin jardín en sus balcones y sin Eros, seguía esperando los hijos que él traería...
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Con los hijos sin vida, dejó de ver el futuro en ellos y, viviendo viviendo, comenzó a mirar hacia afuera y encontró a otra mujer mirando en la misma dirección; ambos fueron cómplices, experimentaron la vida y, finalmente, él tuvo hijos, pero no con la buena mujer, la mujer-útero, sino con esta otra que lo hizo desear la vida y con quien, sin proyecto de hijos, los fecundó porque, cóncavos y convexos, uno y otra, ambos fueron el mejor útero para la vida.

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